Para Pablo, que en su boca se me escriben todas las inspiraciones, y el viento se las entinta.
Comerse el alma de un bocado y dejar de ser para saber a lo que sabe la inexistencia, los teléfonos sonando en busca de un cuerpo, una boca que no sabe hablar, y una oreja que les escucha gemir dentro de las cabinas, y los pavimentos que se ciernen al sabor de las huellas, de los pasos, al vestigio de los otros caminos que han sido pisados, a la indolencia de la apatía de un recuerdo mutilado y una memoria que padece la peor de las enfermedades, la del olvido.
Desgarrarse en la tragedia y triunfar, finalmente, en el ocaso del desahogo de un saber que se ha perdido. Se quiebran los cristales y se rasga con la luz del advenimiento, la esperanza cruje aullando en minusvalía y descontento pero se mantiene en pie, pasiva, esperando a la eternidad o al menos al invierno que viene, disfrazado de ella.
Me ven los árboles y se desvisten, voltean sus ramas hacia mi vestido y me levantan las faldas curiosos, entretenidos. Cogen el baile del viento como a las alimañas les gusta coger del lodo para revolcarse. Se ríen y me escalan de a hormigas el morbo y las ganas de poder comerme el alma y atragantarme de la tuya y de la de los árboles.
Hemos ido a esconder tras el vaho de la neblina de las montañas todas las puestas de sol que quisimos y que pudimos acumular, y las bocanadas de la noche en la ciudad nos recomendaron ya no enfermar y comenzar a escribir historias con la ceniza de los cigarros y con la saliva que se nos escapa de cuando en cuando de los labios en el inmenso papel de lunares de alguien a quien, certera y posiblemente, podemos amar, para que seamos ejemplo y rebeldía, para contarnos las letras y ya no derramarnos, estúpidos, en el naufragio.
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Déjame tu alma