Tenía 19 años, tenía las faldas repletas de hombres que le seguían y los tacones llenos de calles nuevas por pisar. Tenía la sonrisa de todos los sueños que le faltaban por cumplir y el llanto encerrado en el oscuro rincón de su alcoba.
Todo ya se quebraba, en silencio, como algunos cerros que se desgajan poco a poco por las lluvias, todo ya estaba en lodo, pero aún parecía que sobrevivía.
Algunas veces el delirio la alcanzaba en medio del crepúsculo de las 12, le daba por rajarse las venas para luego llamar y pedir auxilio. Se le daba dejar de comer. Se le daba dormir esperando no despertar.
Otras veces la gente sabía mentir y disimular ante su locura, sabía quererla con la hipocresía del no meterse con aquellas personas que hacen daño, aquellas personas que quizá no vivirán más allá de lo que imaginan.
Las noches de pronto se volvieron días, ojos que lloraban al lado de una niña que sólo quería comer. Ojos que veían a un marido próximo, a un mejor amigo convertido en compañía para todo lo que resta. Una boda, un silencio, un llanto nuevo.
Tenía 39 años y la historia se repetía, pero como todas las historias que se repiten, cuando se vuelven a contar se distorsionan, se aumenta el caos; y el tiempo.
Seguía llevando faldas, pero la sangre ya no le corría buscando por auxilio, los tacones se le quebraron en el suelo cuando a ese gran puente le dio la luz del alba, a la vida se le olvidó que tenía que llorar por ella, a ella se le olvidó que ya nadie quería salvarla.
Un divorcio, dos silencios, el llanto de siempre.
Hay almas que les gusta estar en el constante flote, pero no saben,
pobrecillas no saben, que existe la gravedad.
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