Un segundo de miopía y de estar alerta, un taladrante sonido de desmayo, mi corazón rodó cuesta abajo, posándose en el suelo mirando a la nada. ¿Qué harás entonces? Preguntó, ¿Qué harás ahora que yo no quepo en tu pecho? Estoy confundido. No sé que haré, no sé qué haré, y por un momento creí pertinente poner mi pie sobre él y escucharlo hacerse trizas. Inspirada por mi crueldad y por mis ganas de ahogo, sabía que él ya no iba a sufrir, sería el alma de aquél pobre corazón volando por el aire, sonriendo por su libertad. Pero no me dejó, me miró con la sangre repleta en llanto, volvió a hablarme. Sé lo que estás pensando, y sé que tienes razón, pero aún podemos ser libres los dos y puedo yo volver a mi lugar, a donde pertenezco, contigo. No hice más que mirarlo, atónita; ¿Otra vez? ¿Vamos a intentarlo, otra vez? No, no corazón estoy harta, estoy harta de sentir y que todo se acabe, estoy harta de volar con unas alas prestadas o con unas alas rotas. ¿Quién te dijo que vamos a volar? No vamos a volar, porque el hombre no fue hecho para volar, vamos a caminar, tú y yo, de la mano de alguien más.
La voz de la profesora retumbó en mis oídos, seguía hablando de las partes que conformaban el oído, no me prestaba atención ni yo a ella, la luz del sol de medio día se colaba por la amplia ventana del salón, los árboles dibujaban una bella fotografía en mis ojos. Los miré, me desentendí de las voces que me rodeaban, los contemplé llenándome de todo lo que había ignorado, lo que había olvidado que estaba ahí. Cerré los ojos e imaginé a mi pobre corazón, suplicándome, creyendo aún en mí. Suspiré.
Entonces supe que era feliz.
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Déjame tu alma