Una piel morena nunca se olvida
y nunca se olvida porque te quema la piel,
así como el sol le quemó algún día.
Una piel morena nunca se llena de cicatrices
porque las cicatrices se pierden tras los tatuajes sombríos
que con la tinta
cuentan las historias del cuerpo.
Y una piel morena nunca te es fiel
porque la fidelidad la inventaron las pieles sedentarias
y la piel morena se mueve hambrienta
no cualquier mujer le es suficiente.
Tenía dos lazos colgados al cuello, uno en representación de una promesa, otro en representación del olvido de la misma. La asfixia que le hacía sentir languidecer la cinta roja le recordaba con pasión las veces que él le mordía las coyunturas de sus hombros mientras le respiraba lento por el cuello, la impotencia que le hacía sentir la libertad de la cinta negra le recordaba a cada mirada en el espejo lo sola que estaba. Ya no lo necesitaba, de hecho nunca lo había necesitado, sólo se había hecho creer que sí, pero le faltaba en sus días y a pesar de estar convencida de que había tomado la mejor decisión al elegir aniquilarlo y desaparecerlo de su vida, le costaba alejarse de su fastidiosa sombra, de las gigantescas ataduras que había puesto en torno a ellos, de ella, ahora, alrededor de su garganta.